EDITORIAL

El derecho a moverse: prácticas corporales, desigualdad y desarrollo humano*

Prof. Dr. Fernando Jaime González
Universidade Regional do Noroeste do Estado do Rio Grande do Sul – UNIJUÍ, Brasil.
Director académico del Relatório Nacional de Desenvolvimento Humano do Brasil – Movimento é Vida (PNUD, 2017)

En cada gesto cotidiano, en cada desplazamiento, en cada impulso de movernos, nuestra presencia en el mundo revela su potencia. Desde la infancia temprana hasta la vejez, las prácticas corporales nos ofrecen mucho más que beneficios fisiológicos: son fuente de expresión, de encuentro, de aprendizaje, de placer. Nos permiten construir vínculos, explorar el entorno, resignificar lo cotidiano. En ellas se entrelazan salud y cultura, emoción y conocimiento, técnica y creatividad, individualidad y pertenencia.

A pesar del consenso científico sobre los múltiples beneficios de la actividad física, conviene reconocer que no toda forma de moverse produce los mismos efectos sobre la salud y el bienestar. Las investigaciones en el campo de la motricidad humana han documentado con claridad que la actividad física practicada en contextos de autonomía, placer y cuidado —como ocurre en el tiempo libre, en la educación o en espacios comunitarios— puede mejorar la salud cardiovascular y metabólica, fortalecer la salud mental, promover el bienestar emocional, contribuir a una mejor calidad del sueño y reducir el riesgo de enfermedades crónicas no transmisibles. Al mismo tiempo, potencia el desarrollo de habilidades sociales, cognitivas y afectivas. Por todo ello, garantizar el acceso a prácticas corporales significativas debería ser parte de una política pública de derechos y bienestar.

Sin embargo, si bien la evidencia científica sobre los beneficios del movimiento es vasta y robusta, también es insuficiente si no se acompaña de una mirada crítica sobre las condiciones que posibilitan —o limitan— el acceso a esas experiencias corporales. Porque no basta con saber que moverse es bueno: hay que preguntarse quién puede hacerlo, cuándo, cómo y en qué condiciones. La capacidad de moverse, de elegir con libertad cómo relacionarse con el propio cuerpo, depende de estructuras sociales concretas que abren o restringen horizontes de posibilidad.

Sabemos hoy que las desigualdades sociales también se expresan en el cuerpo y en las posibilidades de moverse. Factores como el género, la edad, la raza/color de la piel, la etnia, la discapacidad, el nivel de escolaridad, el ingreso económico y el territorio donde se vive influyen directamente en las posibilidades de acceder a espacios, tiempos y propuestas para moverse. Las mujeres, las personas mayores, las poblaciones racializadas, las personas con discapacidad y quienes habitan zonas periféricas enfrentan mayores barreras —materiales, simbólicas y culturales— para integrar las prácticas corporales en sus vidas cotidianas.

Estas barreras no son accidentales. Son el resultado de modelos de desarrollo, sistemas de urbanización, lógicas escolares, prioridades de financiamiento y construcciones simbólicas que favorecen ciertos cuerpos y silencian otros; que invierten recursos en el deporte de alto rendimiento pero desatienden las actividades físicas y deportivas en perspectiva social y comunitaria; que valoran el rendimiento, la productividad y la estética, pero no garantizan espacios accesibles, seguros y adecuados para que todos puedan moverse con dignidad.

Por eso es fundamental entender el movimiento como un derecho humano básico, asociado a la salud, a la educación, al ocio, a la cultura y a la participación ciudadana. Y es también urgente dejar de colocar el foco exclusivamente en el sujeto y su motivación, para considerar los múltiples condicionantes que inciden en su posibilidad de agencia. El tiempo disponible, la infraestructura adecuada, la cultura del entorno, el reconocimiento simbólico de su cuerpo: todo eso importa. Y todo eso debe estar en el horizonte de quienes enseñamos, investigamos y promovemos las prácticas corporales.

Esta perspectiva crítica, fundamentada en el enfoque del desarrollo humano y en la noción de libertad sustantiva, nos desafía a replantear nuestras acciones pedagógicas, nuestras políticas públicas y nuestras investigaciones. ¿Estamos considerando la diversidad de trayectorias corporales? ¿Estamos escuchando las voces de quienes históricamente fueron excluidos del discurso del rendimiento, de la competencia o del ideal de cuerpo activo? ¿Estamos generando condiciones para que el movimiento sea una experiencia significativa, apropiada, transformadora para todas las personas?

Hablar de actividad física o de deporte como lenguajes universales no puede implicar desconocer que existen múltiples alfabetizaciones corporales, y que no todos los sujetos llegan a la escuela, al club, al parque o al centro comunitario con las mismas experiencias previas, con la misma confianza o con las mismas posibilidades. Por eso es fundamental que nuestras prácticas estén sostenidas por principios de justicia social, accesibilidad, equidad de género, interculturalidad y participación democrática.

La investigación, por su parte, tiene un rol clave. No basta con medir beneficios fisiológicos o rendimientos deportivos: debemos investigar los sentidos que las personas atribuyen al moverse, las condiciones sociales que lo posibilitan o lo restringen, las desigualdades territoriales que lo atraviesan. Necesitamos indicadores que visibilicen la relación entre prácticas corporales y exclusión social, y que orienten políticas integrales que fomenten una ciudadanía motriz plena.

Desde la revista ACCIÓN MOTRIZ, reafirmamos nuestro compromiso con una ciencia del movimiento que no se limite a describir lo que el cuerpo puede hacer, sino que se pregunte por las condiciones sociales, políticas y culturales que determinan qué cuerpos pueden moverse, cómo y para qué. Creemos que es posible construir una pedagogía y una ciencia de la motricidad profundamente comprometidas con el derecho a moverse en libertad.

En tiempos en que los cuerpos están cada vez más condicionados por las pantallas, la precariedad cotidiana o los mandatos estéticos y de rendimiento, defender el derecho al movimiento es una forma de defender también el derecho a una vida digna, saludable y participativa.

Este número es una invitación a seguir explorando, investigando y movilizando desde la motricidad. Pero, sobre todo, es un llamado a no olvidar que el movimiento es vida —y esa vida debe ser para todos.

*Este texto se inspira en los principios y datos desarrollados en el “Relatório Nacional de Desenvolvimento Humano do Brasil: Movimento é Vida – Atividades Físicas e Esportivas para Todas as Pessoas”, publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Brasil, 2017. Disponible en: https://www.undp.org/pt/brazil/publications/movimento-e-vida-atividades-fisicas-e-esportivas-para-todas-pessoas-relatorio-nacional-de-desenvolvimento-humano-do-brasil-2017